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PELÍCULAS / CRÍTICAS Francia / Bélgica

Crítica: La tierra y la sangre

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- La cinta de Julien Leclercq, protagonizada por Sami Bouajila y estrenada en Netflix, transpone con fuerza los códigos del western a una historia sobre pandillas de los suburbios y un héroe solitario

Crítica: La tierra y la sangre
Sami Bouajila en La tierra y la sangre

Un revólver, un ojo, una lluvia torrencial que inunda el mundo exterior, un hombre con las manos tensas sobre el volante y sus tres acólitos preparan los fusiles ametralladores y pasamontañas antes de asaltar un puesto de gendarmería para robar 8 kilos de cocaína. Bienvenido a la incisiva La tierra y la sangre [+lee también:
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, de Julien Leclercq, una película franco-belga producida por Netflix que se estrenará en la plataforma el 17 de abril. 

Con un ritmo enérgico, el guión escrito por el director (que se siente cómodo en el cine de acción, como ya demostró en L’Assaut [+lee también:
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) y Jérémie Guez con la colaboración de Matthieu Serveau, sigue a Medhi (Redouanne Harjane), uno de los dos supervivientes del robo, que intenta guardarse la droga para su beneficio en lugar de entregársela a su socio, el temible Adama (Ériq Ebouaney), jefe de una banda del barrio. Para ello, confía el coche donde esconde el botín a su hermanastro, Yanis (Samy Seghir), un joven que intenta reinsertarse en la sociedad, después de una época oscura, mientras trabaja en un bosque en el aserradero dirigido por Saïd (Sami Bouajila), que vive en el lugar con Sarah (Sofia Lesaffre), su hija sordomuda, y que se prepara para vender el negocio familiar debido a sus graves problemas de salud, que mantiene en secreto. Pero la banda de Adama encuentra rápido la pista de “su” droga y el grupo aparece armado para recuperarla…

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Los rufianes, de Robert Enrico (1965), ya mezcló los universos viriles de leñadores y delincuentes pero sigue siendo una buena idea cinematográfica que Julien Leclercq ha sabido aprovechar en términos de realismo, de fotografía (con Brecht Goyvaerts en la dirección de fotografía, que también participó en la serie Zona Blanca) y de las múltiples posibilidades que ofrece el decorado para crear una trama explosiva (“escondite” donde la vida está en juego, persecuciones en sotobosque, tiroteos, incendios, sirenas, equipamiento diverso —y cortante— del aserradero, etc.).

La tierra y la sangre juega con un suspenso permanente y un ritmo violento, y recorre la distancia a alta presión, para reciclar los códigos del western sobre un tempo acelerado en torno a figuras icónicas y al duelo que enfrenta al “bueno” y al “malo”, encarnados por Bouajila (excelente como siempre) y el hierático Ebouaney. La película teje a gran velocidad un relato que se apoya en la importancia de los vínculos biológicos (padre e hija, hermanastro y hermano; “¡Es la familia! Son lazos de sangre”) y en los reflejos de venganza (“ojo por ojo”) y supervivencia, sin tener en cuenta la psicología (“no habléis con palabras de expertos”); y apuesta al cien por cien por adrenalina en tiempo real (“¡Es ahora, se juega allí!”), en la urgencia y en la prórroga. Una concentración plena sobre lo esencial (reaccionar o morir) cuyo director domina a la perfección y que ha encontrado en Netflix un socio y un trampolín para llegar a un público muy amplio.

La tierra y la sangre ha sido producida por Julien Madon (Producer on the Move 2016 de l’European Film Promotion) y Julien Leclercq para Labyrinthe Films, y coproducida por los belgas de Umedia, con el apoyo de Wallimage.

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(Traducción del francés)

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